NICOLÁS

Un año diferente, una vida diferente.

Escribo estas líneas postrado en mi cama, siendo capaz de admirar la pintoresca y estereotípica estampa que ofrece mi vecindario a través de la ventana, como si de un continuo recordatorio de mi nuevo lugar de residencia se tratase. No pocas son las ocasiones en las que me paro a pensar sobre la excitante rutina -por muy oxímoron que suene- que llevo desde hace casi cuatro meses.

A lo largo de mi vida he sido una persona bastante conformista y, aunque ambicioso en ciertos aspectos, siempre he conseguido encontrar el confort en la monotonía y el ritmo continuo del instituto. Sin embargo, hace ya más de un año se me presentó la oportunidad de cambiar este hecho. Nunca olvidaré el día en que mi padre sugirió la posibilidad de estudiar en el extranjero. Al navegar a través de la página del programa de becas, un tipo de curiosidad que nunca había experimentado comenzó a manifestare en mi interior; por primera vez en mi vida, mis sueños y deseos tomaban forma y eran esculpidos conforme reflexionaba sobre el gran sacrificio que aparentemente supone vivir un año alejado de la única concepción que poseía sobre mi existencia, mi vida en España.

Puedo decir, orgulloso de mí mismo, que no podría haber tomado mejor decisión. Siento cómo mi persona está evolucionando, madurando, volviéndose más consciente de la magnitud del mundo que nos rodea.

Ni en el mejor de los casos hubiera podido imaginar un mejor resultado, estos últimos meses han sido los mejores de mi vida, y el mero hecho de contemplar el tiempo que aún queda para su fin, no hace sino emocionarme más, si es que eso es posible.

Creo que todos los becados pueden sentirse identificados con el inmenso cúmulo de emociones que intento sintetizar en estas líneas; al fin y al cabo, todos compartimos el mismo signo de identidad: pertenecer al Programa de Becas de la Fundación Amancio Ortega.

Menuda vida llevamos ahora, ¿verdad?


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